El mundo entero llora hoy la muerte del Papa Francisco, un pontífice que supo tocar las fibras más profundas de la humanidad con su humildad, su palabra y su cercanía. Pero en medio del duelo universal, resuena con fuerza un eco particular en la región italiana de Liguria y entre la colectividad ligur en Argentina: el eco de las raíces profundas que el Papa nunca olvidó. Jorge Mario Bergoglio, nacido en Buenos Aires pero de alma mediterránea, siempre reivindicó con orgullo su linaje ligur. Su abuela paterna, Rosa Vassallo, nació en Piana Crixia, una pequeña localidad en la provincia de Savona, mientras que su rama materna provenía de Santa Giulia, una fracción de Lavagna, en la provincia de Génova. Fue esa identidad, mezcla de fe, trabajo y mar, la que marcó su carácter y su vocación.

En 2017, el Papa Francisco respondió con una carta conmovedora al Círculo Ligure de La Plata, que lo había nombrado socio honorario. En sus palabras, agradecía con emoción ese reconocimiento y evocaba con afecto los valores transmitidos por sus ancestros, el idioma que escuchaba de niño, las costumbres que llenaron su hogar y forjaron su visión del mundo. “Los orígenes no se olvidan”, escribió entonces. “Son la semilla que nos hace crecer”. Quizás por ello no sorprende la decisión que dejó expresada con claridad antes de su muerte: su lápida será realizada en piedra de ardesia de Lavagna, la misma que cubre tejados y caminos en su tierra ancestral. Una roca dura, sobria y resistente, como la fe de los pueblos ligures, como el carácter del Papa que eligió la sencillez por encima de los oropeles del poder.

La ardesia será su último abrazo con Liguria. Un símbolo de pertenencia, de gratitud y de amor. Así, en la eternidad, Francisco vuelve al origen, a la tierra de sus “nonni”, en un gesto que une para siempre Roma y Liguria, el Vaticano y las colinas del norte italiano. En la memoria de los fieles, quedará su voz serena y firme. En la de los ligures, el orgullo de haber sido la raíz de un hombre que cambió el mundo.